miércoles, 24 de marzo de 2010

24 de Marzo: De Mandorla, novela breve de Genoveva

En esa biblioteca hay una casa
En esa casa hay una biblioteca.
¿Dónde están Cielo con él y los niños? Atrás de la muralla. Emparedados. Quizá nunca salgan. Tampoco las ratas salen, circulan como locas a la luz del día hasta que en la pinotea encuentran poros por donde salir. El sale a su trabajo trepando a escondidas. Ya no tiene ganas de salir. Si nunca las tuvo. Cielo sale de vez en cuando en busca de provisiones. Salta con violenta agilidad. Quiere probar al intruso, aunque él está en su muralla, firme, de entrañas.

El televisor es cruel, irónico, inoportuno. Chispea cuando están tristes, dramatiza por pavadas, solemniza cuando están graves y refriega en las narices todo lo que tiene como un mal amigo, caprichoso y acomplejado. Te insulta en tu propia cara y te deja despechado. Por eso Cielo lo apagó. Por eso pero sobre todo porque siempre termina bien. Es intolerable que los niños vean todo lo que nunca tendrán. Y lo que sí tienen nunca aparece en la pantalla. ¿Y qué tienen? ¡Ah! Qué es lo que tienen. Eso en lo que son ricos, eso que les sobra, que heredó él de los padres obreros, ella de sus padres universitarios, y los niños en extracto concentrado... ¡Ay! Por ahora se llamará terquedad, testarudez, emperramiento, altivez, inadaptación, irreductibilidad... ¡bah! nada televisable. Por eso Cielo lo apagó. Además él decidió hoy ocuparse de las ratas, que han roído anoche la cara de un muñeco en la misma pieza de los niños, sobre la mesa, a tres metros de Unodé dormido. Como una mojada de oreja.
Las ratas acosan todo el tiempo. La casa es de ellas, aparentemente. Nivel de la pinotea hacia abajo, sí, seguro. ¿Quién osa tomar posesión efectiva de esos antros? Pinotea arriba, no. Están las manos rosadas de los niños, sus bocas ávidas, sus ojos húmedos, la ropa de cama, los vasos, las tazas... y el moisés, la cunita de mimbre inmóvil en el último cuarto, del lado de Cielo. El último cuarto, con su boquete arriba, sobre el cielo de arpillera y su criba abajo y el cubo de arañas, bajo las tablas incompletas, con vistas al abismo. Y los zócalos. Enormes, doble o triple de los normales, con molduras, tapando un espacio incontenible, como el desfondo de una caja rota que uno levanta haciendo pinza con los dedos y deja por la mitad, en el suelo el piso y todo lo que contiene.
Las ratas defecan aquí y allá como quien se burla sin temor de represalias. Mordisquean el clavel que alguien trajo o inutilizan un libro prestado, que aparece molido, del lado de él. Infectan las sábanas, dentro del ropero o la ropa de la otra estación guardada en bolsas enormes. Infectan los cajones, bien al fondo, donde no llegan las manos apuradas. El las combate, como en otro tiempo combatió. Planifica, pero les teme, como en otro tiempo temió. Y va perdiendo, como antes perdió. Y ellas siguen estando ahí, como el enemigo sigue en las calles, infestando y aullando, acechando las rendijas de las murallas, tendiendo a su vez trampas con cebos apetitosos. Y él sabe lo que sienten ellas. Esta noche, el combate será cuerpo a cuerpo. No hay plata para veneno, que por otra parte ya sólo les hace bien. Estas son ratas mutantes, seguramente sus rasgos y su pelaje delatan los tóxicos. Su sistema nervioso también. La mutación nunca se completa.
Pero la cena ya terminó. La hora se aproxima. Cielo ya no tiene nada que hacer en la cocina. Cierra bien y va al comedor donde todos se ubican para acechar la llegada de los bichos que suelen, desaprensivamente, bajar por el caño de agua exterior, visible desde la puerta del comedor, y merodear el patio, meterse en la cocina, comadrear en la galería. Precisamente allí, el cebo. Pero dentro de un cerco de ladrillos que sobraron de las refacciones. Desconchados, rajados, desparejos forman un recinto circular con una abertura, medio metro de alto. En el medio el cebo y la trampa desvencijada que siempre resultó inútil. Oscurecen el comedor, imponen silencio. Los chicos están excitados pero callan. Cielo vacila. ¿Acaso esto está bien? Si es una carnicería, ¿qué impresión llevarán? Pero si no enfrentan a las ratas, qué temores exagerados conservarán, qué rostros pondrán a los altos terrores de la noche. Para él es otra cosa. Le teme más a la rata gris, cruda, chilladora, que a todo lo que no ve. Parados sobre el sillón, codeándose por llegar a la ventanita, los chicos soportan la espera. Cielo quisiera hacer café, pero él está ensimismado en su guardia y prohíbe salir.
Por fin aparece. Es una sola, grande, bajando por el caño, junto al jazmín del país (él, tan fragante, las atrae). Tantea con inteligencia, sirviéndose de su cola pelada. Tantea y baja, tantea y baja. En el piso, mira hacia arriba y hociquea aullidos en sordina. Otra y otra más bajan, sin tantos miramientos. En el comedor es el pánico. Se impone el silencio. Cielo siente sus palpitaciones, pero las de él son más fuertes. No la jefa, si no otra, más pequeña, se adelanta a la galería, hacia el cebo. Sólo la lejana luz del lavadero ha quedado, por disimular. Hay un conato de discusión afuera. El queso huele bien (era comestible aún, lamenta Cielo en el momento de armar la trampa) y no les despierta sospecha. Una de las jóvenes se lanza. Escala la muralla -desilusión y risas adentro ¡tan fácil!- y la vista del queso y su olor la ciegan. No reconoce el artefacto que la rodea, no es tan vieja, y come. Pero la cola la precede. Es así que con un"clic" terrorífico la trampera se cierra y en el fragor del cuerpo que salta dolorido, el cuadro se detiene. Adentro gritan. Afuera también. Sólo la cola ha quedado atrapada. No está herida, pero grita y se sacude bailando para desprenderse. El va a salir, pero se detiene. Las ratas también. No han retrocedido un centímetro. Es más, se han adelantado hacia el círculo de ladrillos con chillidos pausados, cautelosos. Cielo se aferra al suéter de él. Arriba, tres, cuatro, cinco hocicos se asoman al borde de la galería, mirando hacia abajo. Con asco y terror los chicos sí, pero los grandes no lo pueden creer. Él amaga salir, ella lo detiene. Él se deja detener. Afuera están en otra cosa. Las del piso rodean a la prisionera, que saltando arrastra tras de sí la madera, dolorosamente. De arriba, las de apoyo alientan en un coro estremecedor echando de vez en cuando miradas a la ventana y puerta oscuras del comedor. Adentro no saben qué hacer. Están en desventaja. Él añora un arma para acabar con ellas. Pero ellas son las culpas de los hombres, y no se irán.

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